El arqueólogo de los celtas
En 1943 el arqueólogo Blas Taracena publicó un artículo titulado Cabezas-trofeo en la España céltica, que se convertiría en un referente. Por entonces excavaba en Numancia y el texto se centra en el hallazgo de cuatro cráneos humanos en la planta subterránea de la llamada habitación n.º 4. Aparecieron mezclados con materiales diversos (carbones, cerámica y huesos de bóvido), en una estratigrafía removida (quizá producto de un derrumbe) y en un edificio aparentemente doméstico, pero de naturaleza poco clara. Sin embargo, la interpretación de Taracena fue tajante: indicaban la práctica en Celtiberia de un rito guerrero de caza de cabezas típicamente celta, lo que, por extensión, demostraba la celticidad étnica del interior peninsular.
Básicamente, estaba importando para el ámbito hispanocelta uno de los grandes temas de la historiografía francesa sobre los galos. El llamado rite celtique des têtes coupées se fundamenta en ciertos testimonios grecolatinos y una serie de hallazgos arqueológicos e iconográficos, fundamentalmente del sur de Francia. Simplificando, con esta etiqueta se alude a la costumbre guerrera de cortar las cabezas a los enemigos para ser exhibidas y conservadas como trofeos. El atractivo morboso del tema y la espectacularidad de las fuentes en que se basaba lo convirtieron en un lugar común al tratar de los galos y, después, de los britanos, tanto a nivel académico como popular.
Así, Taracena, con su interpretación de aquellos cráneos numantinos estaba emparentando a los celtíberos con el resto de los celtas europeos, y lo hacía en un contexto ideológico (el nacionalismo fascista del primer franquismo) proclive a reforzar la idea del parentesco centroeuropeo de los antiguos hispanos. Fuera cual fuera su origen, la propuesta de aquel artículo arraigó en la academia española posteriormente, aplicándose su interpretación y su terminología de forma automática. Pero, ¿qué sabemos realmente de este rito en la Céltica hispana?
La civilización y los decapitadores
La celebridad del tema parte de los textos clásicos. Se dijo de varios pueblos norteños (escitas, tauros, germanos…), pero los testimonios más conocidos son los de Diodoro (V.29.4-5) y Estrabón (IV.4.5) que, reproduciendo a Posidonio, contaron que los galos cortaban las cabezas de sus enemigos para colgarlas de sus caballos, clavarlas en sus templos o conservarlas embalsamadas en sus casas como valiosos trofeos.
¿Se cuenta algo parecido de los hispanos? La fuente más utilizada es del mismo Diodoro, en su narración del cruel saqueo cometido en el asalto cartaginés de Selinunte, Sicilia (409 a. C.) (XIII.57.2-3):
«Los bárbaros se pusieron a recorrer toda la ciudad […]. Siguiendo la costumbre de su pueblo, algunos exhibían ristras de manos en torno a su cuerpo y otros llevaban de un lado a otro cabezas que habían empalado en la punta de sus lanzas y jabalinas».
El texto es problemático porque atribuye esas acciones a “los bárbaros”, término que utilizó para cualquiera que no fuese griego o romano; tradicionalmente se les ha identificado como hispanos porque en el ejército cartaginés había mercenarios libios e ibéricos, incluso se ha especulado con que eran concretamente celtíberos, pero lo cierto es que nada permite asegurarlo.
Algo más concreto es el relato de Valerio Máximo sobre el suicidio de los habitantes de Numancia (133 a. C.), donde cuenta que su líder Retógenes, tras incendiar su barrio, “colocó la espada desenvainada en medio y ordenó a los ciudadanos que combatiesen entre sí de dos en dos, de manera que el vencido fuese arrojado sobre las casas en llamas tras cortarle la cabeza” (III.2. ext. 7). Aquí la decapitación se suma al listado de atrocidades asociadas al sacrificio numantino, como el canibalismo o el parricidio, una tradición de exageraciones que convirtieron a los asedios hispanos en pura retórica literaria. Nada más se dice de los hispanos como cortadores de cabezas, pero hay otro par de referencias sobre su afición a amputar manos. Estrabón (III.3.6) dijo que los lusitanos cercenaban la diestra a los prisioneros para consagrarla como ofrenda; justo antes habló de sacrificios humanos y adivinación mediante vísceras. Más tardíamente, Aurelio Víctor (De vir. 3.59) contó que un padre numantino, ante la disputa de dos pretendientes para casarse con su hija, puso como condición entregar la diestra de un enemigo.
Las fuentes, por tanto, son breves, dispersas y presentan problemas de interpretación. Además, debe tenerse en cuenta su tendenciosidad. La historiografía clásica utilizó habitualmente el tema de la mutilación y la decapitación como un tópico degradante para estigmatizar a los pueblos bárbaros y legitimar la superioridad de la civilización grecolatina. No es casualidad que se asocie siempre a otras prácticas detestables, pues servía para reforzar el estereotipo del hispano violento y salvaje. Esto no significa que no reflejasen fenómenos verídicos, pero deben leerse con cautela.
Buscando cráneos
La arqueología consolidó el tópico cuando, a principios del siglo XX, se descubrieron los santuarios sudgálicos de Roquepertuse y Entremont, concebidos para exponer decenas de cabezas. Con una probable conexión cultural, en el nordeste de la península ibérica hay numerosas evidencias de la exposición de armas y cráneos enclavados en murallas y edificios públicos del Puig Castellar (Santa Coloma de Gramenet), Puig de Sant Andreu y L’Illa d’en Reixach (Ullastret) (véase Arqueología e Historia n.º 1: La cultura ibérica)
¿Y en esa Iberia interior a la que se refería Taracena? No hay nada parecido. Se han encontrado algunos fragmentos de cráneo y fémur, recortados y perforados, en Numancia, Uxama (El Burgo de Osma) y Peña del Saco (Fitero), aunque, como aquellos cráneos numantinos, su función y contexto son confusos. Por el contrario, sí hay varios depósitos votivos. En el castro berón de La Hoya (Laguardia) se encontró bajo el suelo de un edificio destacado una pequeña fosa con una bóveda craneal humana junto a dos piezas cerámicas. Igualmente, en la necrópolis vettona de La Osera (Chamartín de la Sierra), en su nivel más antiguo (siglo IV a. C.), había un cráneo humano calzado con dos piedras y acompañado de varios recipientes, lo que se ha interpretado como un rito de fundación del espacio funerario. Algo alejado, en el sudoeste, está el yacimiento del Cerro do Castelo (Garvão) (siglo III a. C.), un enorme depósito cubierto por huesos de animales y figuras de cerámica, metal, coral y vidrio; en su centro descansa una urna de piedra guardando el cráneo de una mujer con signos de haber sido ejecutada y decapitada, por lo que parece tratarse de un sacrificio humano. Asimismo, en los castros asturianos de Chao Samartín (Grandas de Salime) y Noega (Campa Torres) se encontraron cistas con fragmentos craneales femeninos en el nivel fundacional de sus murallas, lo que podría testimoniar una consagración de las defensas.
En definitiva, lo que hay en la Hispania indoeuropea es, por un lado, diversos restos puntuales difíciles de clasificar y, por otro, un conjunto muy concreto de depósitos rituales ocultos, pero nada que demuestre la existencia un rito guerrero de exposición de cabezas-trofeo.
Interpretando iconos
Iconográficamente, la etiqueta de tête coupée está muy vinculada con la llamada cabeza o máscara céltica, un motivo de rasgos esquemáticos omnipresente en Europa. En todo caso, hay representaciones galas de decapitaciones en monedas, relieves y estatuas. Asimismo, en el área ibérica hay ejemplos interesantes, como las probables cabezas cortadas de una falcata de Jumilla o la escultura de Sant Martí Sarroca.
En cuanto a la Hispania interior, la iconografía ha compensado ciertamente esas carencias de los textos y los restos humanos, ocupando la mayor parte de la bibliografía. Las piezas celtibéricas más vinculadas a esta cuestión son los característicos bastones de mando (signa equitum) y fíbulas “de jinete” (siglos III-I a. C.), proyecciones en bronce de la élite ecuestre; varias representan cabezas humanas bajo el hocico del caballo, recreando aparentemente la exposición de cabezas-trofeo. También hay ejemplos interesantes en cerámica, especialmente una urna funeraria de Uxama en la que aparece un friso de aves alternadas con cabezas humanas en cubículos alados, lo que se interpreta como la materialización del viaje del espíritu al Más Allá.
Otro ejemplo típico son las numerosas cabezas de piedra propias del entorno atlántico y la meseta occidental. Muy pocas han aparecido en su localización original, pero dos de ellas lo hicieron en los accesos de los castros de A Graña (A Coruña) y San Cebrián de Las (Ourense), localización que ha llevado a entenderlas como marcadores y protectores de los límites del enclave.
Sobre las representaciones de manos derechas, son muy significativas las estelas de La Vispesa (Binéfar) y El Palao (Alcañiz) (siglos II-I a. C.), donde figuras de guerreros se acompañan de diestras aisladas que podrían constituir los trofeos del héroe representado. Además, por supuesto, múltiples apliques, adornos y téseras de hospitalidad tienen forma de cabeza o mano.
Ahora bien, ¿cualquier cabeza o mano representada es necesariamente una cabeza o mano cortada? Ciertamente, esta asociación se convirtió en algo automático, pero debemos ser cuidadosos. Por ejemplo, muchas cabezas de piedra son multicéfalas y cornudas, lo que sugiere que se trata de seres sobrenaturales. Por otro lado, es perfectamente razonable que muchos de estos iconos sean puramente simbólicos, representaciones de personajes o espíritus, en vez de mutilaciones físicas. Tanto la cabeza como la mano son símbolos universales y no vale una explicación única para interpretarlos, por atractiva que esta sea.
El peso del estereotipo
Desde aquel artículo de 1943 ha sido frecuente que, al tratar sobre el rito de las cabezas cortadas en Celtiberia, cualquier texto se valorase como una prueba definitiva (aunque fuese muy cuestionable), todo cráneo encontrado se considerase un trofeo de guerra (aunque nada demostrase esa función) y todo rostro en el arte se interpretase como una decapitación (aunque pudiese representar otras muchas cosas). Básicamente, se ha perpetuado el empeño de trasplantar directamente un rasgo cultural de otro contexto para justificar un deseado vínculo étnico.
Si se revisan con un mínimo espíritu crítico, las evidencias parecen más complicadas. Hay que entender que, en las sociedades antiguas, incluida la céltica (aunque también las modernas), la cabeza humana tiene fuertes connotaciones espirituales derivadas de la idea de que ahí reside la esencia vital de la persona y que parte de ella pervive tras su muerte. Por eso la decapitación se ha empleado en tantos contextos (demostraciones iniciáticas, ritos sacrificiales, actos punitivos, propaganda política, estrategia bélica, etc.) y el icono de la cabeza ha tenido infinidad de significados. Recurrir al manido tópico del rito guerrero por el hecho de tratarse de celtas conlleva ignorar un mundo mucho más diverso.
Estas objeciones al tópico que se han puesto, ¿significan que los celtíberos no cortaban cabezas? En absoluto. Sería raro, pues ha sido habitual en todas las culturas y épocas. Y concretamente, ¿practicaron un rito guerrero de caza de cabezas? Es posible, pero ha de admitirse que no contamos con pruebas suficientes como para considerarlo algo característico y generalizado. El tema queda abierto a futuros hallazgos e interpretaciones; si algo enseña la historia es que la realidad es mucho más compleja de la que nos enseñan los viejos estereotipos.
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